Seguimos la vera del
Guadalquivir desde que asomó el
Giraldillo en el horizonte. Sus idas prestas y sus vueltas perezosas son como el eterno vuelo de los volantes de una canastera cuando al compás de tres por cuatro los mece al aire. Tiene algo de insinuación, como
Pastora, pero también de salvaje,
La Malena. Es libre como
Gallito e inspirador como
Rafael. Un agua que riega marismas. Una tierra de toros. De un torero,
Morante.
Lo primero una vez que perdemos Sevilla es
Gelves, Tierra Santa. Allí parió la
Señá Gabriela a
José,
Rafael y
Fernando empapados en agua del río que lleva y trae retazos de nuestra historia. Sin perderlo de vista,
Coria del Río, en otro tiempo marinero. Su puerto, puerta de entrada a
Hispalis, descargó riquezas de allende los mares. De oriente a occidente.
No más de tres kilómetros más allá se levanta a capricho una de las joyas de la ribera del
Guadalquivir. Un gran monumento a
Alfonso X El Sabio nos recibe ataviado con el pañuelo azul y rojo.
La Puebla del Río está de fiesta. Su patrón,
San Sebastián, ha vuelto a unir al pueblo en torno a una celebración que en apenas cuatro años ha traspasado la frontera local.
Los globos de helio de
Bob Esponja se mezclan en el paisaje con la plaza de toros. Un
Bart Simpson hinchable, que se mueve al bote de los chiquillos, se confunde con el humo del puesto de buñuelos. La
Peña del Betis, repleta, aún mira con altanería a la del
Sevilla, que está un pelín más arriba, después del regalo de
Reyes. De repente aparece un pequeño carretón entre dos niños que pelean como si les fuese la vida en llevarlo calle Larga para arriba. Esto es
España en fiestas. El color, el olor. El sabor amargo de una cerveza y las manos de una cocinera que borda el solomillo al whisky. Sí,
España.
Los balcones están engalanados con la rojigualda y la blaugrana (con perdón). El vallado del encierro no tiene ni un desconchón. Pintado a capricho con los colores locales avanza más de dos kilómetros en una casi perfecta línea recta entre la salida y la plaza. La plaza, aun siendo portátil, es distinta a todas las demás. El dibujo de la
Puerta del Príncipe engalana la
Puerta Grande y los rayos de sol se reflejan en el brillante albero, de
Alcalá de Guadaira. Suena la
Banda Municipal que toca alegre una marcha a lo lejos, mientras los tambores de la
Escuela Infantil hace tronar con el redoble.
La esquina del reloj bulle antes del encierro. Miles de personas se agolpan en el cruce de la calle
Larga con la calle
Palmar. Al fondo, se atisba la
Parroquia Nuestra Señora de la Granada donde
San Sebastián aguarda la salida en su día grande. De fondo, sevillanas de
Los Romeros de la Puebla, ilustres vecinos, que son los encargados de dar el chupinazo este año.
‘¡Que bote La Puebla!’, ‘¡Alabin alaban, a la bin bon ban, La Puebla y nada más!’, gritan los jóvenes entre la multitud.
Es
La Puebla del Río en esencia. La misma que baña los arrozales desde tiempos inmemoriales. Tradición y pasión. Un reducto en el que no cuaja el postmodernismo sensiblero estéril que pretende unificar sociedades y continentes. La huida de la globalización. Un canto a las raíces, a la familia, a los amigos de siempre.
Es
Morante en plenitud. Su generosidad ha levantado la fecha del 20 de enero y la ha marcado a fuego en el calendario. Un trabajo que no se puede cuantificar en dedicación pero sí que se puede calificar: ilusión. La ilusión que se percibe en cada rincón del pueblo. Que se respira en niños y mayores. En las lágrimas de fe al paso de
San Sebastián con el eco de las cornetas y los tambores de la
Legión de fondo. Que se ve en la cara de los chavales que sacaron en hombros al nuevo ídolo local,
El Exquisito.
Morante es de pueblo y vive por y para su pueblo, su
Puebla.
Morante tiene la culpa.